En la anterior entrada surgió el peliagudo asunto de la Ley de Moore. La denominación de ley le otorga un rango que no tiene, pues no es más principio natural que el de Peter o la ley de Murphy. Pero —o precisamente— este paralelismo me hace dudar. ¿Paparruchas?
En realidad, la ley de Moore es lo suficientemente malinterpretable como para requerir una formulación más precisa. Vino también en forma de ley: la de Aceleración de los Retornos, en traducción literal (de Law of Accelerating Returns) o, creo que mejor expresado, Ley del Progreso Exponencial, original de Ray Kurzweil.
La Ley del Progreso Exponencial es lo que, intuitivamente, se suele tener en mente cuando se habla de la Ley de Moore. Afirma que la complejidad de los sistemas diseñados aumenta por productos sucesivos. Un conjunto de innovaciones se combina con otro para formar una matriz de innovaciones al cuadrado, y así una y otra vez. Se trata de una (leve) formalización del antiguo adagio “Si llegué tan lejos es porque me aupé en hombros de gigantes” (atribuída a Newton, gigante donde los haya en los ratos libres que le dejaba la alquimia y la teología).
Kurzweil parece haber olvidado la influencia de Murphy en la tecnología. En la conquista de la complejidad nos enfrentamos con sistemas que muestran modos de fallo más y más impredecibles. Preveo dos alternativas: la Singularidad, el final del camino de adoquines amarillos de la tecnología, llegará por accidente. O, peor aún: como describe Vernon Vinge en este artículo, no llegará. Pero por incompetencia.