Diciembre de 2007: un pobrecito hablador cualquiera —el que suscribe— publica en su blog —sinceramente vuestro— un artículo contra el monopolio de la SGAE.
Enero de 2010: el asunto “explota” en la red. Público, Cinco Días, El Mundo, El País, Expansión y algunos más. Por fin se reconocerá mi clarividencia, podré ganarme la vida dando cera en conferencias urbi et orbe como un Aznar cualquiera y me entrevistará la chica nueva de Sé Lo Que Hicisteis (¡ay, omá, qué rica!).
O no. ¿La verdad? No dije nada original. Es cierto que la idea se me ocurrió a mí solito, pero lo mismo les había ocurrido a otros más ilustres, como Criando Cuervos o el mismo Escolar, prácticamente en la prehistoria. ¿La verdad de verdad? Es obvio. Es evidente. Si fuera un lobo ya nos habría deconstruido a todos previamente a la deglución. La SGAE —y las demás entidades de gestión— funcionan en régimen monopolístico amparadas en un embrollo legal de cuidado. Con suerte, ahora el debate despegará. Alguien lo colocará en su programa electoral y cuando gane las elecciones por incomparecencia intelectual del adversario, puede que hasta se digne cumplir la promesa contraída. A fin de cuentas, eso de desmontar monopolios de quienes no son amiguetes y donde podría haber negocio para quienes sí lo son no podría ser más liberal.