No hace tanto tiempo que la palabra enciclopedia remitía a una pila de librotes llenos de tapa a tapa de artículos y definiciones, compendio del saber que daba esplendor a quien lo patrocinara. El paradigma de aquellas obras, como gustan de decir en corporativés, era la famosa Enciclopædia Britannica. En España no quisimos ser menos con nuestra inmensa Enciclopedia Espasa y naturalmente, en la URSS tampoco. La Gran Enciclopedia Soviética (Большая советская энциклопедия, por si algún colega quiere practicar su cirílico), un monstruo de 65 volúmenes dedicado a glosar el saber de la Humanidad tamizado por el cristal del marxismo-leninismo, era la obra de referencia de todo buen ciudadano soviético. Desgraciadamente, 65 tomos eran muchos tomos para mantener actualizados cuando lo que estaba en juego era la corrección política de la historia de una nación que, Stalin mediante, encontraba enemigos por todas partes. Donde estaban los héroes —preguntad por el mariscal Tujachevski, pero también en parques, jardines, bares y casinos, haciendo a los bolcheviques de aquella época gente poco apreciada en las fiestas.
En 1984, el Ministerio de la Verdad se encargaba de revisar, incansable, todo lo escrito y publicado de modo que siempre fuera “correcto”. La Unión Soviética no era tan eficaz, o al menos no disponían de los ordenadores que les hubieran permitido una hazaña pareja; así lo descubrieron los suscriptores de los anuarios de la Gran Enciclopedia en 1953. Dejad que os presente a otro personaje que abandonó la escena política (y el mundo de los vivos) por aquel entonces: Lavrenti Beria, jefe supremo de la policía y responsable directo de una buena parte de las purgas estalinistas, entre otras lindezas. Estaba este buen hombre dedicado a sus labores, es decir, culminar toda una vida de trepa sobre cabezas ajenas —en su caso, más literalmente que de costumbre— para acabar sucediendo al padrecito Koba (sobrenombre menos conocido de Iósif Visariónovich Dzhugashvili, alias Stalin) cuando una jugada de la partida de ajedrez a varias bandas que era el PCUS se lo comió. Así, sin avisar.
La Gran Enciclopedia contenía, en su flamante segunda edición de 1950, un fantástico panegírico de Beria. Tres páginas nada menos, loando sus gestas de entrega a la nación y a la causa del comunismo. Aquél año de 1953, los esforzados suscriptores recibieron una interesante carta del editor en la que se les indicaba el procedimiento a seguir para arrancar las páginas del artículo sobre Beria y sustituirlo por otras, adjuntas, con interesante material de relleno sobre el Mar de Bering, el filósofo Berkeley y un tal F. W. Bergholz, muy conocido en su casa a la hora del condumio. Las instrucciones llegaron incluso a los suscriptores extranjeros de la Enciclopedia; la biblioteca de la Universidad de California en Berkeley las recibió en abril del año siguiente. Me pregunto qué harían con ellas.