En anteriores episodios de brucknerite conté que durante mi aventura en tierras intereconómicas tuve el honor de conocer a Luis Ruiz de Gopegui. Un auténtico fragmento de historia viva de la astronáutica en España. Cierto, el papel de nuestro país en la aventura del espacio ha sido secundario —siendo bondadosos, pero está muy necesitado de recuerdo. Ruiz de Gopegui trabajó en la estación de seguimiento de la NASA en Robledo de Chavela desde 1966, a lo largo del desarrollo de todas las misiones Apolo, del programa Skylab, de la misión conjunta soviético-americana Apolo-Soyuz y durante la primera época de los vuelos del transbordador espacial. En sus propias palabras, fue una de las cien personas o así que habría que matar, solo en España, para encubrir un imposible fraude lunar.
Ruiz de Gopegui contó el chiste que viene a continuación fuera de cámara —no cabía en la exigua duración del programa. Se lo relató a su vez el fallecido astronauta Evans, piloto del módulo de mando del Apolo 17; y así, peinado un poco para la ocasión de ponerlo por escrito, os lo transmito:
Es un hecho poco conocido que los astronautas americanos son funcionarios, y por tanto sus sueldos no son precisamente nada que envidiar. Una vez, uno de ellos (quizá uno de los «siete magníficos»), agobiado por las deudas, tramó un plan que mejoraría considerablemente su nivel de vida. Aprovechando un viaje de buena voluntad a la Unión Soviética, solicitó una audiencia privada con el premier Jrushchov. Cuando estuvo ante él le dijo:
—No sé si Gagarin vio a Dios ahí arriba, pero yo sí que lo vi desde la ventanilla de mi cápsula. De modo que si quiere continuar con la ficción atea de sus soviets, ya sabe lo que tiene que hacer.
Jruchov, alarmado, pagó una considerable suma en rublos a su inesperado chantajista para que mantuviera la boca cerrada y se olvidara del asunto.
Tiempo después —poco, pues nuestro astronauta no se caracterizaba por su vida recatada y su capacidad de ahorro— el protagonista de nuestra historia se vio de nuevo perseguido por acreedores. Decidió en esta ocasión, aprovechando otra de sus giras de conferencias a Italia, solicitar audiencia ante el papa Juan XXIII. Una vez estuvo ante él le dijo:
—Ustedes se pasan el tiempo predicando sobre Dios y el cielo, pero ha de saber que yo he estado allí y no había otra cosa que vacío. De modo que si desea continuar con la ficción creyente de su iglesia, ya sabe lo que tiene que hacer.
El papa, prudente, decidió destinar una buena cantidad de liras de la banca vaticana a nuestro atrevido astronauta para que no fuera por ahí aireando asuntos peligrosos para la fe.
No pasó demasiado tiempo antes de que el protagonista de esta historia se viera de nuevo en la más abyecta de las ruinas, cortesía de unos viajes a Las Vegas que había realizado en su propio avión de entrenamiento mientras nadie miraba. Esta vez decidió pedir audiencia al presidente Carter. Éste, advertido por el servicio secreto del peculiar modo de ganarse la vida de nuestro astronauta, pronto decidió que la cosa no iba con él, ya que era agnóstico y tenía poco que ganar o perder con que Dios estuviera o no ahí afuera. Sin embargo, para pasar un rato divertido, decidió conceder la audiencia que se le solicitaba.
No bien hubo entrado nuestro astronauta en el despacho Oval cuando Carter, sin perder tiempo, le espetó:
—Conozco sus métodos, pero conmigo no van a servirle de nada. Ha de saber que soy agnóstico y que no tengo nada que perder con sus historias acerca de Dios.
—Qué le vamos a hacer —contestó el astronauta—. He de confesarle que mentí al papa y no fui exacto con Jrushchov. ¿Sabe? Sí que vi a Dios cuando estuve allá arriba. Por cierto, era negro.
Bola extra
Por lo visto, Evans era bastante fatuo, según lo recuerda Ruiz de Gopegui. En una ocasión, estando de visita en España, comentó que en su hotel había muchas señoritas atractivas. Pero en vez de pedirle su autógrafo —o quién sabe qué más— ¡le pedían dinero!