Un destello de consciencia.
Suspiro.
Un poco de luz grisácea entra, indiferente, por la abertura que acaba de abrirse entre mis párpados.
Giro sobre mí mismo. Tiro hacia arriba del edredón. Siento algo de frío.
Un poco de luz grisácea entra, suave pero desafiante, por las rendijas de la persiana. Aun falta para el amanecer: ¿las ocho menos cuarto? No es muy temprano, pero estos días de finales de enero todavía aparentan serlo a estas horas.
¿Qué es eso? ¿Qué estoy oyendo?
Junto a la cama, el teléfono sobre la mesilla de noche da la hora cuando se la pido, aun con manos torpes que todavía no saben si están en vigilia o en sueño. Las ocho menos veinticinco. Más temprano de lo que pensaba. Eso es bueno: más tiempo para desperezarme. Eso es malo: más tiempo que podría haber estado en la cama. Eso da igual: me espera un día vacío. Como los anteriores, como los que vendrán, como…
Han vuelto.
Me levanto. Mi espalda se queja. Busco a tientas las zapatillas. Enfundo mis pies. Sí, hace un poco de frío. No puedo ver mi cara en la penumbra gris de esta hora de un amanecer de finales de enero, pero sé que sonrío. Atravieso la habitación con la morosidad del recién llegado al despertar. El dintel de la puerta del baño, entreabierta, me contempla.
Están ahí arriba. Les oigo piar.
De la rejilla de ventilación en el techo del baño salen píos alegres, recordándome que he vivido para ver cómo antes de su propio amanecer se despierta otra primavera.
Este relato ha sido escrito para @divagacionistas en su convocatoria extraordinaria #relatosTiempo de enero de 2017. La imagen que lo ilustra es CC BY-NC-ND por Garden Beth (fuente: Flickr).