443-001

En lo más escondido de mi memoria de cobre y grasa hay un taller grande, ruidos de tornos y fresas, olor a soldadura y a virutas de metal. Hay voces, herramientas hidráulicas, algún grito de dolor y manos tiznadas y magulladas. Y hay luz, y después lluvia del cielo, y más luz, y en el suelo raíles. Raíles pulidos, espejeantes, paralelos sin descanso hasta donde alcanza la vista.

Yo era un prototipo. El más rápido de todos. Me hicieron avanzado, con basculación para poder trazar velozmente curvas cerradas cuidando a la vez de la comodidad de mis pasajeros. Alimentaba mi calefacción y mi iluminación sin hacer ruidos molestos gracias a un convertidor estático. ¿Qué no podría hacer? Los postes de la catenaria pasaban junto a mi testero como los compases de una canción, apenas reflejados en el cristal de mis faros. Un relámpago, una exhalación amarilla. ¡Imaginaos! Un día sin nombre de 1980, en la estación de Valdepeñas, un niño ilusionado conmigo se despistó un momento y no me vio pasar. Confieso que no me sentí mal. Presumido, lucía con orgullo mi velocidad máxima —ciento ochenta— en un rombo pintado en mi costado. Cortaba el aire con mi morro aerodinámico. Salía en toda la publicidad. El futuro era mío.

Dijeron que me averiaba mucho. Dijeron que era caro de mantener. Dijeron que era demasiado moderno, y a la vez no lo suficiente; que en otro taller habían fabricado un tren mejor. Siempre fui único, siempre estuve solo. Me relegaron. Acabé haciendo servicios turísticos con nombres imaginativos. «Murallas de Ávila», «Doncel de Sigüenza». Entonces alguien reparó en mí. Los trenes estaban en plena revolución: por fin iba a llegar algo llamado «alta velocidad». Por fin, mi destino.

Pero yo ya era el pasado. Solo me necesitaban para un último esfuerzo: probar un pantógrafo de esos trenes nuevos que todavía no existían. El seis de mayo de 1987, en el kilómetro 221 de la línea Madrid-Alicante alcancé los 206 kilómetros por hora. Más que ningún tren en el país. Y justo después me rompí. Fue la última vez. Años después, una 319 me remolcó hasta una estación pequeña y fría del norte. Maniobró conmigo hasta introducirme en una vía de raíles oxidados. Allí, donde se termina la vía muerta, junto a una topera de hormigón, me pudro desde entonces.

¿Qué habrá sido de aquel niño que no pudo verme?


Si queréis saber algo más acerca del 443-001, el tren real que hay tras esta historia, no dejéis de visitar El Platanito, del blog Esperando al tren.

Este relato ha sido escrito para @divagacionistas en su convocatoria #relatosTrenes de febrero de 2017. La imagen que lo ilustra es CC BY-SA por Matthew Black (Fuente: Wikimedia Commons).