Deceptio, -onis

En los lejanos tiempos en los que nuestros familiares mediados de mes eran formales y vagamente amenazadores idus, la decepción no era más que un engaño. Gentes prácticas aquellos latinos, que de una trampa en el suelo donde animales salvajes caían (de-) para ser capturados (capio), y alteración vocálica mediante, crearon un decipio para cualquier acción de engañar y una deceptio para el engaño mismo. El tiempo, igual que muda a coloridas y voluptuosas venus de los antiguos templos en elegantes y mutiladas venus de los nuevos museos, transformó (los que saben de esto llaman al proceso metonimia) al engaño en su consecuencia: pesar. Por más que el diccionario canónico de nuestra lengua recoja como un fósil de tiempos remotos «falta de verdad» como segundo significado de decepción, nuestras mentes no sienten ya más que tristeza cuando se les avecina una historia de desengaños; porque triste es el desengañado, pero ¿y el engañador?

La lengua atesora verdades ocultas a plena luz. Engaño y desengaño, mentira y decepción, suelen ser cara y cruz de una misma moneda. Esa bola pajiza y seca que traga el decepcionado es la obra lastimosa de quien le traicionó; y el traidor que tal se sabe no puede reír con ello, pese a que su contraparte lo imagine así. Hay amargura a ambos lados de un desengaño.

Y por doblemente amargas, las peores decepciones son las que uno se inflige a sí mismo.

… Hice mal tantas cosas…


Este relato ha sido escrito para @divagacionistas en su convocatoria #relatosDecepción de marzo de 2017.