Había estado dándole vueltas a la idea desde hacía ya semanas. Tenía claro el procedimiento: una cuenta paralela, con candado, lista para entrar en acción en el último momento. Una penúltima visita a los ajustes de la cuenta principal para cambiarle el nombre. Después, de vuelta a la paralela, que tomaría el nombre de la principal para quedar, vacía pero manteniendo el nombre de manera que nadie pudiera ocuparlo en el futuro. Y otra visita, la última, en la principal, para cerrar. Sin más avisos ni ceremonias, quince años después de haber comenzado ahí mi aventura en las redes sociales, mi historia en Twitter se acabó.
Twitter fue para mí un trasunto de la vida social que nunca tuve. Empecé ahí en 2007, haciendo experimentos para conectarlo con otros servicios y publicar automáticamente avisos. «Iván has left the building». Apasionante. Más o menos a la vez que el blog —estaba en Blogger, ¿os acordáis de Blogger?—, así que empecé a usarlo para anunciar lo que había escrito. Hacía poco había cambiado de trabajo y estaba resistiéndome internamente a dejar de ser Iván el programador de sistemas alarmantemente complejos para pasar a ser Iván el gestor de equipos, el mentiroso por obligación laboral, el que da la cara cuando los planes más o menos comprensibles de un superior chocan contra los de otro superior y se desata una tormenta de mierda.
Entonces llegó la depresión.
Escribir me ayudó a ordenar la mente. A aprender sobre todo aquello que quisiera, a darme un propósito. Twitter estuvo ahí todo el tiempo. Empecé a usarlo compulsivamente. Debía ser 2010. Por entonces ya había decidido que, puestos a mentir, prefería mentirme a mí mismo. Me había hecho autónomo. Autónomo sin furgoneta, decía en mi «bio» de la red del pajarito azul. Empecé a querer ser más libre y me metí en un grupito llamado «La Yuriesfera» para celebrar, en 2011, el primer vuelo del ser humano por el espacio. La web, increíblemente, todavía existe: pago el mantenimiento todos los años, como quien cumple con una obligación atávica.
En septiembre de 2011 me fui, solo, a Bilbao. Iba a algo llamado «Amazings Bilbao» que iba a reunir a mucha gente del mundillo de la divulgación científica que admiraba. Aquello iba a molar. Mi Twitter echaba humo retransmitiendo lo que veía. Me pregunto cómo se leería desde fuera. A mí me parecía todo apasionante. Estaba seguro de que lo sería para cualquiera. ¿No es esa la clave del exhibicionismo en las redes sociales? ¿No es ese el motivo de toda la literatura?
Recuerdo que en verano de 2012 escribí un artículo (Curiosity, corazón de plutonio) del que podía decir que estaba orgulloso. En septiembre volví a Bilbao. Ya me había contactado Javier Peláez, @irreductible en Twitter, para ofrecerme escribir en Naukas. Me hizo tanta ilusión que hoy, más de diez años después, todavía lo hago cuando puedo. Mi época de entusiasmo con el blog ya había pasado, pero en noviembre publiqué mi primera cosita por ahí. Algo sobre un procedimiento para hackear constituciones e instaurar repúblicas —no, eso no, o por lo menos, no ahora—.
En 2013 pasaron cosas. Ya por entonces tenía un puñadito de seguidores y cierta reputación como «el que sabe de trenes». No era mentira, algo sé de trenes. Un día que estaba de excursión por Tordesillas mi Twitter empezó a echar humo por el peor de los motivos. Os acordaréis, quizá. Aquel tren saliendo del túnel a toda máquina, intentando agarrarse a la curva cerrada que venía después, saliendo despedido. La física. Está todo grabado. Sí, seguro que os acordáis. Twitter fue mi contacto con el mundo que pedía respuestas. Yo no daba respuestas, explicaba hechos e hipótesis razonables. Creo que razonables. Mientras, mi matrimonio se deshacía.
Me separé en 2014. Cosas que pasan. Podía haberlo hecho mejor. Emprendí el vuelo como una golondrina con las alas de plomo. Monté una casa. Sin la ayuda de mis padres no habría podido salir adelante. Estaba prácticamente en la ruina, sin apenas trabajo. En Twitter estaba muy triste. Quizá más que en la vida. Por algún motivo hubo gente que me siguió el rollo. La fascinación del drama ajeno, supongo. Sufrí uno de esos episodios extraños que todos los viejos de la red social han visto alguna vez. Un poquito de acoso, una pizca de juego de máscaras con perfiles anónimos. Una nonada.
En septiembre del 14 di mi primera charla en el escenario del Naukas Bilbao. Era en la sala grande del Paraninfo de la UPV. «Cómo parar 380 toneladas de metal a 200km/h con unas hojas de papel». Creo que es la mejor charla que he dado nunca. Es una pena que fuera la primera. Pese a lo amargo del tema, pese a la amargura en mi vida, era feliz. Estaba con alguien y teníamos planes. Todo Twitter lo sabía.
Años después, cuando aquellos planes volvieron la espalda y el rencor empezó a visitar con alguna asiduidad mi habitación, Twitter decidió que lo que allí se había unido se recordaría algorítmicamente por un tiempo indefinido. Tuve mi primera crisis seria con la red. Borré todo mi historial de mensajes, intentando que el lazo digital desapareciera. No lo conseguí. Twitter es celoso de sus historias: una vez se las entregas, ya no hay forma de pedirlas de vuelta. Los tuits se pueden eliminar, trabajosamente, con ayuda de algún servicio externo y mucha dedicación. Los me gusta, no. Aprendí a ser más cuidadoso con lo que publicaba.
Un poco antes de todo eso encontré trabajo. En Twitter.
Hubo un tiempo en que la red había sido un lugar de activismo. Una base segura para los que cometemos el terrible error de creer que todos deberíamos ser un poco más iguales y que los derechos deberían estar mejor repartidos. Esos tiempos acabaron, como todo tiene que acabar. Twitter nunca había sido un lugar demasiado amable, pero llegó el día en que los amigos virtuales caían, suspendidos, por presuntas violaciones de la política interna. A mí no me ocurrió. Cierto, rara era la semana que no tenía que bloquear a alguien que tenía el manual de redes sociales de Steve Bannon en su mesilla de noche. Pero nunca he sentido apego por el conflicto. Un poco por eso y un poco por lo que fuera, seguía teniendo una presencia tranquila. Por entonces era un «socialista heterodoxo, cortés, ecléctico y fusilable».
Alguien me dijo que si llevaba más de diez años y tenía menos de cinco mil seguidores, lo podía dejar cuando quisiera. No fue nunca el objetivo, pero me dio que pensar. Algo que también pensé fue en escribir un libro. Uno de divulgación. A fin de cuentas era uno de los pocos naukers que quedaban sin haber publicado. En pleno proceso, supe que las editoriales evaluaban tus perspectivas de ventas dividiendo por cien tu número de seguidores. Vendería cuarenta ejemplares. Terminé mi libro, lo mandé a varias editoriales, lo rechazaron en todas. La verdad es que no era bueno. Pero todos los días se publican abortos de cientos de páginas. También en el negociado divulgatorio.
En esas estaba cuando llegó Musk.
Antes de parecer solo un imbécil con mucho dinero, Musk parecía un imbécil brillante. Un Iron Man de verdad que había logrado hacer aterrizar cohetes de pie para reutilizarlos y crear el mercado del coche eléctrico de la nada. También tenía ideas ridículas cada poco, con legiones de corifeos cantándole las alabanzas en todos los tonos del pentagrama. Fue divertido machacar la absurdez del hyperloop, una y otra vez. Me gustaba tan poco el conflicto que, pese a todo, no solía citarle por su nombre cuando publicaba mis críticas. No sea que alguien quisiera defenderlo. Demasiado cobarde para Twitter, pensé, tomando nota.
Con el tiempo y la seguridad del anonimato fui citándolo más. De vez en cuando alguien le defendía a mi costa, pero nunca se me dio mal ignorar a la gente. A veces ni siquiera tenía que pulsar el botón de «silenciar». Mientras, el blog languidecía. Raro era el año que tenía más de veinte mil visitas, pero rondaba últimamente las diez mil. Casi podría haberos dado la mano a todos, uno a uno, cada vez que os pasábais por aquí. Uno de los artículos con más éxito es un panfleto de 2011, «Catorce de abril, catorce razones para la República», escrito antes de los escandalitos de Juancar I el Campechano.
Me mudé a Mastodón —lo digo así, con acento tónico en la última sílaba, porque me da la gana—. Volví a limpiar mi cuenta una vez más, convencido de que Twitter ya no es un lugar seguro. Programé un servicio externo de borrado automático para que no quedara con más de dos semanas de edad porque ¿qué sentido tiene que las palabras que en cualquier barra de bar se llevaría el ruido de los parroquianos queden aquí para siempre? Ese debate lo había mantenido, obstinado en la posición contraria, desde hacía ya algunos años. Hora de cambiar de opinión.
Mientras me acostumbraba a vivir en mi nueva casita virtual y empezaba a dedicarle un poco más de tiempo a este pobre blog, fantaseaba con la idea de que las nuevas normas de la red del pájaro azul, redactadas sobre la marcha para acomodarse a los caprichos poco cocinados de su flamante propietario, provocaran mi expulsión. Hasta intenté retorcerlas para que me echaran. No tuve tanta suerte. Perdí las ganas de seguir. Ya solo llegaban a mi cuenta de Twitter mensajes reenviados automáticamente desde mi nueva red. A veces, alguien los contestaba, pero yo los veía días después. Eso me causaba cierta tristeza. Mi última «bio» era claramente light, baja en sodio y en política: «Innovando en el sector ferroviario. Transportes, ciencia, espacio, divulgación». Emoji de globo, emoji de aguja. Es decir, pinchaglobos. Tenía cada vez más ganas de pinchar uno para mí.
No tenía mucho sentido continuar. Había estado dándole vueltas a la idea desde hacía ya semanas. Tenía claro el procedimiento: una cuenta paralela, con candado, lista para entrar en acción en el último momento…