Quizá desde esa lejana adolescencia en la que leí la serie de novelas de la Fundación de Asimov, donde aparecían unas intrigantes «pilas de protones», me he estado preguntando acerca del potencial de la tecnología nuclear para crear fuentes de energía portátiles y de muy larga vida. Se me antojaba que sería extraño que la energía que poseen los distintos isótopos radiactivos solo pudiera o bien usarse en grandes instalaciones que, como aproximación de primer orden, son centrales eléctricas con el mismo concepto básico desde el siglo XIX —producir vapor para mover una turbina—, o bien sufrirse en forma de residuos de más o menos difícil gestión.
En particular, la desintegración beta menos, en la que un neutrón del núcleo se transmuta en un protón (por tanto, sumando uno al número atómico) y un electrón, me parecía particularmente prometedora. Ese electrón debía poder servir para algo, además de ser particularmente fácil de detener: los isótopos que se desintegran exclusivamente según el proceso beta menos nunca son los más peligrosos. Y por fin parece que vamos a empezar a ver aplicaciones tecnológicas en las que un isótopo radiactivo no se emplea solo como fuente de calor con las pilas betavoltaicas.
Leed cómo funcionan en «Qué es una pila betavoltaica», en Naukas.