Adiós, lanzadera, adiós

Hoy, tal vez a las 15:26 UTC –algo menos de las cinco y media en la España peninsular, como las corridas de toros, el transbordador espacial Atlantis despegará por última vez rumbo al espacio en su misión STS-135. Ni esta nave ni ninguna otra de sus compañeras supervivientes (el Discovery y el Endeavour) volverán nunca a volar. Se cerrará así el acceso tripulado al espacio de la potencia triunfadora de la carrera lunar, Estados Unidos, por un periodo de tiempo indefinido, que la mayoría de los expertos cifra en nueve años. Podría acortarse, improbablemente, si SpaceX o alguno de sus competidores del sector privado consigue avances significativos con sus lanzadores en desarrollo. También podría alargarse si algo va mal o el presupuesto de la NASA sigue descendiendo ante las perentorias necesidades de aire acondicionado para los soldados yanquis en su guerra mundial contra la realidad.

Hoy muere un sueño, el del acceso rutinario y barato al espacio, auténtico hijo de la Luna y alumbrado en una época encanallada con Nixon como comadrona. Los transbordadores espaciales debían volar hasta cincuenta veces por año, reduciendo el coste de acceso a la órbita baja hasta transformarla en un recurso más para usos industriales. La cumbre operativa de la lanzadera se alcanzó en 1985, con nueve despegues. En el segundo lanzamiento de enero del año siguiente el Challenger se desintegró. Con él, también se perdió toda su tripulación y la ficción de un proyecto que, entre requisitos cambiantes y fijados en su mayoría por el complejo industrial y militar del país, no podía cumplir con unos objetivos designados desde la mentira.

La prueba de que el emperador, como suele decirse, estaba desnudo, no es difícil de encontrar: en febrero de 1973 el Boletín de Científicos Atómicos (Bulletin of the Atomic Scientists) ya publicaba un artículo sonoramente titulado The Space Shuttle: NASA’s White Elephant in the Sky. En él, un exastronauta escéptico del programa espacial tripulado llamado Brian O’Leary –muchos años antes de que sus tornillos se aflojaran en cierta deriva magufa, pero poco después de haber sido compañero de (nada menos que) Carl Sagan en la universidad de Cornell, exponía sus dudas:

Los problemas más serios con la lanzadera espacial pueden resumirse del siguiente modo: su cuestionable papel en la pugna entre las prioridades de la nación y las prioridades internas de la NASA; la falta de una definición clara, por parte de la NASA, de los objetivos para la lanzadera; las incertidumbres en los costes recurrentes del uso y posible reutilización de los cohetes auxiliares de combustible sólido; la cuestionable necesidad de reparaciones en sistemas espaciales ya desplegados; los costes secundarios, tanto económicos como sociales, de la lanzadera; y la probabilidad de que el Departamento de Defensa se convierta en el principal usuario del sistema, así como el factor determinante en los costes derivados de su diseño.

Este texto, que puede leerse como un análisis postmortem del programa completo de la lanzadera espacial, circuló por el Senado de los EE.UU. en un comité técnico de 1972, el año en que se aprobó la inversión en estas naves. Sin embargo, pese a las dudas del estamento científico, la NASA se lanzó sin mirar atrás a un programa de desarrollo que, pese a sus éxitos, ha dejado el acceso al espacio tripulado estadounidense en vía muerta. Podemos lamentar el final de los transbordadores, pero los defectos que a lo largo de los años ha revelado su diseño –algunos de ellos ya eran claramente visibles en fecha tan temprana como 1973, a ocho años del primer lanzamiento del Columbia– habrían aconsejado una retirada mucho más temprana, como veremos en un próximo artículo.


Comentarios

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Una respuesta a «Adiós, lanzadera, adiós»

  1. Excelente resumen, Iván. Efectivamente, hoy ha muerto un sueño. El que estuviera en coma desde hace quince años es otra cuestión, pero el caso estamos ante un momento histórico.

    Saludos.