El anecdotario del miedito

Érase que se era que estando en Varsovia a finales de mayo, volvía junto con mi jefe de la reunión de trabajo en la que arrojamos ambos la mañana (a fuer de ser sincero, volvíamos del restauracja de comida típica polaca en el que desbaraté alegremente mis esfuerzos por perder peso de los últimos dos meses). Llegando al hotel observamos, sin darle mayor importancia, un coche de policía estacionado de cualquier manera en la entrada. Ya en el pasillo de camino a nuestras habitaciones nos dimos cuenta de que había un biombo con un cartel, bloqueando el paso justo delante de la puerta de la 529. Mi puerta. Alrededor de cinco personas se arremolinaban detrás. No entendí ni el cartel ni nada de lo que decían, ya que mis conocimientos de polaco apenas pasan de decir solidarność y piwo, mal pronunciados. No importó: al intentar franquear la barrera un vigilante de seguridad de dos por dos metros nos redireccionó amablemente a la recepción.

Allí, una chica muy amable y con un inglés algo escaso me informó de que debía cambiar de habitación. Mientras preparaba la llave, me explicó que había “problemas con el agua”, Naturalmente, podría pasar a recoger mis enseres. Tal hice: subí de nuevo, acompañado por mi jefe y con un enjambre de moscas detrás de la oreja izquierda. Rebasé el control del guardia con decisión y entré en el que no era ya mi cuarto. Perfectamente arreglado, sin una mancha de humedad. Rehíce mi maleta, aunque por más que busqué mi cepillo de dientes no apareció —y eso que tengo la costumbre de dejarlo siempre junto al lavabo, metido en un vaso, para no olvidarlo. El vasito, de plástico, sí estaba allí.

La imaginación de mi jefe, que se alojaba en la habitación contigua (por tanto, justo antes del biombo) hervía en suposiciones. Por no decir de la mía; quedamos, ante la sensación de inseguridad, en pedir que también le cambiaran a él de ubicación. Viajecito adicional a la recepción, donde, a la vez que aceptaban el cambio, intentaban explicarnos que el problema estaba, en realidad, en las bajantes, por lo que todas las habitaciones en la vertical de la 529 habían tenido que ser clausuradas.

Algo más de actividad recogedora de maletas después, nos encontramos en la puerta de nuestras nuevas habitaciones, una planta más arriba. 633 y 635. A decir verdad lo suponíamos, pero en ese momento fuimos conscientes con precisión de que nos habían mentido. Una señora, con toda la apariencia de huésped del hotel, llegó a la puerta de la 629, supuestamente condenada, y entró en ella. Ni que decir tiene que en el pasillo de la sexta planta no había biombo. Al día siguiente abandonamos aquel hotel para encaminarnos al aeropuerto sin que nadie volviera a hablarnos de lo ocurrido. Tan sólo mi desaparecido cepillo de dientes y una inexplicable mancha oscura en el cuello de una camisa que mi jefe tenía colgada de una percha en el armario de su primera habitación daban fe de que allí había pasado algo muy inusual… (Dentro sintonía de la nave del misterio.)