El Gobierno afirma que no; la Real Academia de Ingeniería y un hatajo de ¿1000? voces dispersas afirman que sí. Pero la pregunta no es “por qué se recortan las inversiones públicas en I+D”. Se puede acudir a la controversia, a la interpretación y a la demagogia —puede que los dineros no se reduzcan en un 37% ni en un 15%, sino que sea un 3% y sólo afecte a la moqueta y a la pintura de las sedes ministeriales. Pero lo que seguirá siendo cierto es que no invertimos más en ciencia. La única salida a la crisis permanente en la que se ha instalado nuestro modelo económico, tanto nacional como global, es la ciencia. Lo explicaré en corporativés, para que todo el que lo tenga que entender lo entienda.
La ciencia no es un pasivo: un colectivo de científicos con caprichos caros e incomprensibles. Muy al contrario, se trata de una inversión de alto riesgo a largo plazo. Los beneficios de una inversión en ciencia pueden ser, potencialmente, fabulosos; su riesgo está limitado al coste de cada iniciativa. Es cierto que un programa científico dado tiene muy pocas posibilidades de producir resultados que ofrezcan beneficios inconmensurables con la inversión inicial —o que alteren fundamentalmente el paradigma productivo de la civilización, lo que ya ha ocurrido varias veces en la Historia y podría volver a suceder. También es verdad que, en los mercados de renta variable, una acción determinada tiene escasas probabilidades de multiplicar su valor muy por encima del crecimiento del mercado; eso no es óbice para que los inversores compren títulos de todas y cada una de las corporaciones que los ofrecen al cambio. Señores: esto se llama riesgo. Y frente al riesgo, lo mejor es la diversificación de carteras. Invirtamos en todas las ramas del saber: crearemos puestos de trabajo directos e indirectos; aumentará el nivel de formación del grueso de nuestra mano de obra; se prestigiarán carreras; mejorará la productividad y los salarios; subirá el producto interior bruto —y todo ello, sin hacer ningún descubrimiento rompedor, de los que lo cambian todo. Porque si tal cosa ocurre, los beneficios no pueden ni imaginarse. ¿Acaso podían imaginar los hombres del Paleolítico lo que sería vivir en ciudades con un suministro de alimentos garantizado por la agricultura? ¿Podían los siervos de la gleba inferir cómo sería todo después de la generalización de la máquina de vapor? ¿Podían los mineros de los años 20 del siglo pasado alcanzar a percibir la riqueza cultural y económica que han traído las tecnologías de la información? ¿Podemos soñar siquiera con un futuro en el que más personas vivan mejor que nunca se ha vivido, respetando a la vez el suelo que pisamos, el agua que bebemos y el aire que respiramos?
Todo esto y más nos puede traer la ciencia, porque ya lo ha hecho y lo está haciendo, para otras personas, en otros lugares. No nos podemos permitir ignorar el futuro, y menos ahora. Por eso las excusas del Gobierno español son patéticas: no vale con decir “no reducimos mucho”. Hay que apretar el acelerador hasta el final. No está en juego salir o no de la crisis en 2010, 2011 o 2020, sino nuestro bienestar y el de los que vendrán, que no tienen culpa de haber nacido en una tierra de pan y toros y tienen derecho a soñar con un mundo sin enfermedades, limpio, fresco, o con una frontera para explorar, dentro de nosotros mismos o fuera, en el espacio. Hay que pensar lo impensable y recortar lo imposible, incluso lo impopular, para que la ciencia avance. Háganlo por el bien de todos. Háganlo por todo lo que pueden ganar. Háganlo por lo que sea, pero háganlo. Ahora.