Historia de una caja de zapatos

Colecciono monedas casi desde que el Cuéntame era una realidad mucho más gris y ojerosa que la serie de televisión, y algunos de mis ejemplares mejor conservados ya han sobrepasado el siglo y medio de antigüedad. Cuando sale a pasear este asunto en conversaciones con recién conocidos, todos suelen coincidir en el supuesto “gran valor” que atesoro hasta tal punto que me hacen pensar que si la debacle de Afinsa no afectó a diez veces más personas fue por vaguería de los candidatos a primos. Y es que en el magín colectivo de la gente una moneda (o un sello, que también) algo antigua o poco vista adquiere por su sola existencia un valor mágico y onírico. Se presumen herencias en las que una caja de zapatos llena de metálico de, por poner un ejemplo, la IIª República, contiene más valor que el caserón en el que se ha encontrado.

Una anécdota —apócrifa, como todas— que ilustra muy a las claras la candidez del tópico es la siguiente, relatada por un compañero de trabajo hace ya años y vestida para la ocasión por el que suscribe:

Plaza Mayor de Madrid. Domingo por la mañana de un día cualquiera. Un señor se acerca con una caja de zapatos (la misma de hace un par de párrafos, sin duda) a uno de los tratantes que, sin hacer muchos esfuerzos por caer simpático, va despachando a quienes se animan a comprar algo de su quincalla numismática. Tras atraer su atención con algo de esfuerzo, el de la caja, ahora lo sabemos, aspirante a vendedor y después a rico frustrado, deja su carga encima del tablero, la abre con un atisbo de reverencia y lanza la pregunta:

—¿Cuánto por esto?

—Pues qué quiere que le diga, vamos a ver —dice el tratante con indiferencia tan real que parece fingida.

Unos segundos con la mano revolviendo el contenido de la preciada caja y un bufido después, ya podemos escuchar la respuesta del encallecido experto:

—Quince euros. Lo toma o lo deja.

Nuestro señor, consciente ya por los comentarios de los vendedores de otros puestos del precio de mercado de su caja, y ya metido en el papel de rico frustrado hasta las cejas, contraataca con dudosa convicción:

—Pero dos puestos más allá me han ofrecido diecisiete…

—Lo toma o lo deja —dice el tratante sin impaciencia en la voz.

Basta un momento para romper la endeble resistencia del de la caja de zapatos, que dejará de serlo en breve para convertirse en el pringado de los quince euros en el bolsillo:

—Vale.

Pasan algunos minutos y unos cientos de personas por los soportales de la Plaza Mayor hasta que un joven con aspecto perfectamente normal, de los que nadie diría que en privado colecciona monedas, se acerca al puesto de marras. La caja de zapatos del señor de antes sigue donde se quedó, abierta. Empieza a remover las monedas del abuelo que en gloria esté en busca de alguna para añadir a su serie de pesetas en regular estado de conservación que guarda en una carpeta con portamonedas de plástico transparente y que nunca ha dudado en no enseñar a ninguna de sus novias so pena de cruzar una frontera que un hombre no debe cruzar nunca con una mujer, la que separa a los gafapastas levemente interesantes de los frikazos que coleccionan chapas de cerveza, soldaditos de plomo del Warhammer o monedas.

Un par de minutos de tintineo y revoltijo después, el joven extrae una pieza como niño de San Ildefonso del bombo y repite, sin saberlo, una pregunta que alguien ha hecho unos minutos atrás en el mismo lugar:

—¿Cuánto por esto?

—Quince euros —responde el curtido tratante, sin dedicarle más de medio segundo a su nuevo pardillo.