Uno de los aspectos más interesantes del artículo Orgasmo. ¿Qué, cómo, por qué? de El País (que recomiendo, por otro lado) es que apunta un interesante origen para la culpabilidad sexual que, personalmente, siempre había atribuido a la moral judeocristiana. ¿Y si el mito de la promiscuidad medieval —El nombre de la rosa trae recuerdos— fuera cierto? ¿En qué momento ese mundo de pajares calentitos e hijos bastardos dejó paso al puritanismo y a la represión? ¿Por qué?
Durante el siglo XVI las autoridades eclesiásticas y civiles, trabajando en conjunto, crearon un conjunto de delitos sexuales. Esta es mi hipótesis: formaban parte de lo que hoy en día llamaríamos un paquete de medidas para el control de la población en un contexto cada vez más urbano. Recorte de miembros, barbacoas humanas, infiernos reales o imaginados. Modificaciones eficaces del “código penal” que ponen en perspectiva recientes esfuerzos por introducir la (absurda) cadena perpetua en el catálogo de castigos. A veces, estos cánceres cívicos no terminan de establecerse y se pueden erradicar, no sin esfuerzo, con un coste que es mejor no olvidar (un ejemplo: sesenta millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial). En otras ocasiones cumplen con su ciclo de dolor, se marchitan y desaparecen del paisaje vital. Otras muchas se perpetúan y parecen enquistarse. Hay que ser muy prudentes con las libertades que cedemos a cambio de un poco de orden, de promesas en otras vidas o de un poco más de dinero en ésta, porque la moral colectiva es más vulnerable de lo que creemos a un ataque concertado de grupos sedientos de poder.