A mí, que soy ateo, la demostración en carnes propias de cómo la Semana Santa influye en el ánimo y las acciones del prójimo debería resultarme particularmente aleccionadora, pero la verdad es que no supera la raya de “divertidillo” en el molonómetro. Antes de nada, un hecho: no publico estadísticas de visitas a esta bitácora. Pero pasar de dar cuentas al pregonero no significa que no me la haya medido… como todos, vamos.
Revisando los términos de búsqueda por los que llegáis a esta página, he observado una entrada inesperada en el top ten: la palabra torrija. Nada menos que veinticinco visitas este mes, frente a dos el mes de febrero y ninguna antes, y todas desembocando en un artículo que publiqué en abril del año pasado, laudando el arte torrijero de mi suegra. No sin motivo: la búsqueda mejores torrijas en el omnisciente Google lleva mi suelto en la primera página de resultados (el segundo, cuando estaba escribiendo estas líneas).
Podríais pensar que son pocas visitas para ser estadísticamente significativas, y llevaríais razón. También, por qué no, que si veinticinco visitas en un mes se ven en las estadísticas haría mejor en dejarlo. Quizás también podría daros la razón en eso —alguien me dijo una vez que podría batir mi tráfico con una bitácora sobre las pelusas de ombligo, adecuadamente publicitada, eso sí. Pero prefiero pensar en el milagro de la Semana Santa, en la que el fervor religioso puede expresarse de mil modos, y la Pasión puede perder la mayúscula y ganar un apellido: pasión por las torrijas.
Veremos si la pauta se repite el año que viene. Y ahora, si me disculpáis, os dejo, que tengo que desayunar…