Érase una vez un hombre, empieza nuestra historia de hoy y de este año. Un hombre-hombre, no un ser humano genérico. Enseguida veréis por qué. Un hombre, decía, cuya vida tenía un centro, un punto focal, un altar divino y una medida de todas sus cosas de hombre. ¿Qué podía ser, preguntaréis? ¿Qué sería? Su metro de platino iridiado, depositado bajo cuidadosas condiciones en su particular versión mental de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de Sèvres, era la longitud de su pene.
«Ha dicho pene». Sí, he dicho pene. No huyáis.
A nadie podía extrañar entonces que el valor de todos sus congéneres pudiera reducirse a un número. Chorritantos centímetros. Él sabía que su falo («ha dicho falo») distaba de merecer la corona del más grande, pero asumía y por tanto afirmaba que sus medidas le conferían un buen puesto en la clasificación de la vida. Su extensión estaba tomada desde la punta hasta… más o menos ahí. Hasta ese sitio, digamos, obvio. Bajo unas condiciones, eh, clarísimas. Con un factor de corrección de Flanagan1 —¡cómo no vas a aplicar un factor de corrección de Flanagan, todos lo hacen!— perfectamente evidente.
Y atesoraba orgulloso su medida expresada en centímetros, con dos decimales.
Porque, naturalmente, nuestro protagonista era un firme convencido de la ciencia del gerencialismo. «Lo que no se mide, no se controla». Al parecer de nuestro protagonista, la sociedad entera aparecía como una versión apócrifa del número dieciocho de los Proverbios y Cantares machadianos: Áyax la tenía más grande que Diomedes. Héctor, más grande que Áyax. Y Aquiles tenía la más grande porque… Era la más grande. En la escala de este hombre había personas que valían mucho. Otras que valían poco. Y, finalmente unas terceras, casualmente aquellas desprovistas de pene, que no valían nada.
Pero nosotros sabemos que eso no es verdad.
Por cierto. Se ha sabido que OpenAI y Microsoft firmaron un acuerdo para cancelar el acceso de los últimos a las herramientas de inteligencia artificial desarrolladas por los primeros en el momento en el que ChatGPT o alguno de sus sucesores alcanzaran lo que se da en llamar «inteligencia artificial general». AGI, por sus siglas en inglés. Pero hay un pequeño problema. La AGI se define como la capacidad de una máquina para razonar de forma inteligente, equivalente a un humano, pero esta definición está llena de agujeros. ¿Qué humano? ¿Qué se entiende por «razonar»? Y, por encima de todo, ¿cómo se mide la inteligencia?
Conscientes de que lo que no se mide no se controla, Altman y Nadella, los capos de OpenAI y Microsoft, han decidido medirla en dólares. La AGI se considerará alcanzada por OpenAI cuando estos obtengan beneficios de al menos mil millones. Tiene su lógica. Cuanto más inteligente eres, más ganarás, porque ¿qué más querría hacer nadie con su inteligencia que no fuera ganar dinero? Mark Zuckerberg es la persona más inteligente del mundo en 2024, porque es el que más ha ganado.
Pero, naturalmente, esto tampoco es verdad. Aunque lo diga Altman o Nadella, Aquiles o Agamenón. O su porquero, que podría ser cualquiera de nosotros. ¿Seguro? Si el año pasado vuestro balance fue negativo (¿hipotecas, préstamos?), quizá vuestra inteligencia es también negativa. Nos parece mentira porque no podemos entender la sublime certidumbre que une dólares e inteligencia.
Dejémoslo por hoy con un pequeño consuelo: Elon Musk, el humano más rico del mundo, también está pasando por una fase estúpida. En 2024 ha perdido 6750 millones de dólares. La misma OpenAI pierde dinero. Se espera que 5000 millones en 2024, pese a unos ingresos de 3700. El advenimiento de la divina y maquinal inteligencia no parece inmediato.
Y volved al trabajo ya, que las cuentas de resultados no se llenan solas.
- El factor de corrección (también llamado factor chanchullo) de Flanagan es aquel número que sumado, restado, multiplicado o dividido por el resultado que obtenemos arroja el que deberíamos obtener. En el caso que nos ocupa tiene un valor real mayor que uno y va multiplicando. Obviamente. ↩︎
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