Hubo un tiempo en que los magnates de la tecnología se dedicaban a lo tecnológico y los políticos, a la política. Puede que intuyéramos, unos más y otros menos, que había alguna relación entre unos y otros más allá del oropel de esporádicos besamanos y educadas declaraciones públicas llenas de algodones y bienquedismo. Unos se afanaban, como los dragones de los cuentos, en meter todo el oro posible bajo sus barrigas. Los otros gobernaban con poco o ningún acierto. Quién nos iba a decir que ambos linajes terminarían emparentando en un matrimonio tan aparentemente contra natura como en realidad a su favor para crear el kaiju que —hoy parece— se comerá el mundo.
Hubo un tiempo en que uno de estos magnates se dedicaba a sus labores en vez de a la política. Sus coches eléctricos, sus cohetes y, en sus ratos libres, ocupar espacio en el imaginario colectivo con apariciones en películas y en series (Iron Man 2, Transcendence, The Big Bang Theory, Los Simpson y tantas otras). Era un espejismo porque todo —todo— es política. Y también era un espejismo porque ese magnate nunca fue quien intentaba parecer con un discurso superficialmente técnico y un uso audaz del talonario. Aún lo intenta a ratos perdidos entre intervenciones públicas entregadas al desafuero, motosierras y saludos romanos.
Ya no engaña a nadie, pero hubo un tiempo en el que no era tan difícil sentirse arrastrado por el caudal de la buena prensa. A finales de 2017 Discovery, la entonces nueva serie de la franquicia Star Trek, estrenaba su cuarto episodio. En él (alerta, espóilers) el capitán Lorca le vendía a su ingeniero Stamets las bondades de un nuevo método de propulsión, milagroso incluso para los parámetros de un universo de ficción acostumbrado a mover a sus personajes de un lado a otro de la galaxia a múltiplos de la velocidad de la luz. Y lo hacía citando a los grandes pioneros: los hermanos Wright, Zefram Cochrane1 y… Elon Musk.
Ahora permitidme el recuerdo personal. Apenas unas semanas antes yo estaba sobre el escenario del Euskalduna de Bilbao dando una charla con el muy evidente título de La hiperestafa del hiperbucle. Como especialista en el negociado del transporte, había empezado a prestarle atención a Musk unos años antes. Tuve que superar el bloqueo mental que suponía la masa de cobertura mediática positiva para llegar al punto de enfrentarme a un patio de butacas con dos mil plazas y decir, ante todos y para la posteridad, que al tecnoemperador estaba, con toda probabilidad, desnudo.
Desde entonces me he atrevido en más ocasiones. Alguna vez un compañero en las lides de la divulgación ha bromeado con que Musk enviaría esbirros para acallarme, pero siempre me he reído con ganas. Nunca he removido más que las plumas de un puñado de fanáticos de gallinero del cienmilmillonario. Y a fin de cuentas, ya estamos en 2025. Marte sigue vacío. Los coches siguen sin conducirse solos. Los tubos con cápsulas moviendo gente a la velocidad del sonido siguen surcando sueños lisérgicos de la tecnomuchachada. Star Trek: Discovery dejó, con su name dropping2 —en sus cabezas sonaba genial— un baldón en el historial de una franquicia por demás muy querida. Y las máscaras, por fin, están ya en el suelo, pisoteadas por la realidad.
- El ficticio inventor de la tecnología que hace posible, en el universo de Star Trek, el viaje a velocidades superlumínicas. ↩︎
- Cuentan las malas lenguas que fue el actor que interpretaba el papel de Lorca, Jason Isaacs, el que colo la morcilla con la cita a Musk. Quería que le regalaran un Tesla. ¿Lo conseguiría? ↩︎
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