Nadie lo está contando: en Madrid se está realizando un gran experimento de evaporación de la demanda de transporte mediante transferencia modal con gran éxito. La capacidad de la A-5, una de las principales vías de entrada de tráfico rodado al centro de la ciudad, se ha reducido a la mitad. La moderna teoría urbanística afirma que, en ese caso, la demanda disminuye mediante un reequilibrio en el uso de los modos disponibles de transporte. Es decir: la gente que usaba el transporte privado para llegar a sus trabajos o, en general, hacer su vida utilizando la vía que reduce su capacidad encuentra medios alternativos para seguir haciendo lo mismo. No se despiden de sus empleos y se quedan muriéndose de hambre en sus viviendas, esperando el desahucio. La actividad económica no se detiene. Si, además, las administraciones establecen medios de movilidad alternativos, la transferencia entre modos entre el coche y sus alternativas públicas puede ocurrir de forma flexible y con mínimas molestias.
Esto es exactamente lo que ha ocurrido, por ejemplo, en la línea C-5 de Cercanías que desde mediados de enero a mediados de marzo ha registrado 3,7 millones de viajeros más que en el mismo periodo de 2024, para un incremento del 29,3 por ciento según Renfe. La oferta de transporte ferroviario se ha incrementado hasta en un cuarenta por ciento en las horas punta, con un total de 42000 plazas más al día. Renfe, además, ha logrado aumentar la regularidad entre trenes —la explotación de la C-5 es habitualmente «metrera» o por intervalos, no por horario— hasta el 89,5 por ciento en una mejora de casi tres puntos porcentuales y medio, y el tiempo entre trenes se ha reducido en las horas punta en casi dos minutos. Bravo.
Ya avisé en este blog de que esto ocurriría. Sin embargo, es de lamentar que este exitoso experimento, como prácticamente todo lo bueno relacionado con el urbanismo madrileño en los últimos tiempos, sea involuntario. No se está sustituyendo el paisaje infernal de la A-5, con sus bloques de viviendas con ventanas —siempre cerradas— desde las que casi se pueden rozar con la mano los coches circulando a alta velocidad y descargando gases y partículas nocivas, por un bonito bulevar arbolado y una arteria más estrecha con prioridad para autobuses. Se está soterrando, con un coste superior a los 405 millones de euros en su primera fase, desde la avenida del Padre Piquer hasta la avenida de Portugal. Habrá una segunda fase, cuyo proyecto está pendiente de aprobación, con un coste similar. En la literatura oficial, esta obra elimina las emisiones del tráfico rodado. Naturalmente no lo hará, igual que barrer el polvo debajo de una alfombra no lo hace desaparecer.

En una línea temporal alternativa algo más virtuosa podrían haberse acometido las obras de pacificación del tráfico en superficie previstas, con su paradisíaco parque lineal, su infraestructura ciclista y su skatepark por los 58 millones de euros que va a costar y, sorpresa, no hacer nada más. El tren, el metro y el autobús habrían absorbido la demanda, las emisiones disminuirían de verdad —y no se concentrarían en varias chimeneas para después volver a diluirse en la boina madrileña— y nos acercaríamos un poco más a un modelo de ciudad moderno y vivible, con menos coches. Pero hablamos de Madrid, la ciudad donde al chotis, a los vendedores de barquillos y a los chulapos les acompañan los atascos como hecho cultural diferencial.
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