Cuando Gene Roddenberry concibió su Wagon Train to the Stars —sí, así se llamaba el primer boceto de lo que acabó siendo Star Trek— no se había parado a considerar cuál sería la apariencia de la nave espacial que transportaría a sus personajes en incontables aventuras, episodio tras episodio, por toda la galaxia. Al llegar el momento de concretar, tuvo uno de sus frecuentes destellos de genio. Como cualquiera que se haya dedicado a un trabajo creativo sabe, más del noventa por ciento de las inspiraciones divinas consiste en saber a quién llamar. De modo que levantó el teléfono y llamó a…
Matt Jefferies fue ingeniero de vuelo durante la Segunda Guerra Mundial en casi todos los bombarderos americanos de la época. Tras la guerra, comenzó su carrera en el mundo de la farándula de un modo algo inocente: como consultor sobre los B-25 para una película bélica de la Warner. Poco a poco se fue ganando cierta fama como guionista, aunque también como director de arte. Así fue como terminó trabajando en Star Trek.
A mediados de la década de los 60 las naves espaciales de ciencia ficción tenían esencialmente dos formas: la tradicional de cohete, en vigor desde los primeros tiempos del género por la influencia de los pioneros como Tsiolkovski y Oberth, y la nueva de plato volador, ampliamente popularizada desde la célebre descripción de 1947 de un avistamiento OVNI por un tal Kenneth Arnold. El asunto tuvo su gracia: las palabras de Arnold fueron malinterpretadas. Dijo que los extraños objetos «se deslizaban por el aire como platos botando sobre el agua», no que tuvieran forma de plato. En realidad los dibujó con forma de creciente lunar.
Increíble y cierto: los famosísimos platillos volantes tienen su origen en un malentendido de prensa. Eso no impidió que a partir de ese momento un porcentaje abrumador de los objetos no identificados vistos en el cielo tuvieran forma de plato. Me pregunto qué habría sido de Expediente X si ese Arnold hubiera dicho que sus artefactos volaban como vencejos o golondrinas, o que se desplazaban como piedras arrojadas con fuerza y poco ángulo sobre la superficie de un lago. Los extraterrestres, enojados, se habrían visto obligados a romper los planos de sus naves inspiradas en vajilla terrícola y habrían tenido que empezar de cero creando piedras voladoras o cacharros parecidos a pajaritos.
Jefferies se enfrentó al problema de crear una nave original y diferente de todo lo visto hasta entonces combinando dos formas básicas: el disco y el cilindro. Su conocimiento de los sistemas aeronáuticos y una cierta dosis de sentido común le dictaron otros dos mandamientos de lo que acabaría siendo todo un lenguaje de diseño de arte en naves estelares. Uno: no tenemos ni idea de cómo funcionarían unos motores para impulsar una nave por encima de la velocidad de la luz, pero parece claro que tendrían que ser acongojantemente potentes. Una cosa así podría ser peligrosa, así que mejor separarla del cuerpo principal de la nave, por si acaso. De esa forma aparentemente tonta nacieron las barquillas (nacelles, en inglés) que dan a la Enterprise, y a tantas otras naves que vinieron después, su apariencia característica.
La otra característica básica del diseño parece hasta elemental, pero cuando se enuncia y uno piensa en las naves de otras franquicias de ficción (Star Wars, sí, pero no únicamente) le entran ganas de darse de palmadas en la frente hasta hacerse daño. La Enterprise (y tantas otras naves del universo Trek) no tienen demasiados cachivaches por fuera… porque se podrían romper y habría que salir ahí fuera a arreglarlos. Leónov ya había dado su paseo espacial inaugural desde su bolita de hámster llamada Vosjod. Según la propaganda soviética todo había ido muy bien, aunque la realidad no fue tan amable: las pasó como el que se tragó el paraguas. A pesar de los intentos de dulcificación de la experiencia de la agencia TASS, la impresión que había quedado en el público general y en Jefferies en particular es que salir a darse una vuelta por el espacio sin la protección de una nave era una idea a restringir en lo posible.
Matt Jefferies diseñó también el puente de la Enterprise original, trabajo que tendría consecuencias incluso en la distribución de centros de mando en la vida real. La enfermería y los phasers, las armas que portan el capitán Kirk y el resto de la pandilla, también son obra suya. La serie original solo duró tres temporadas: tuvo un piloto rechazado y fue cancelada dos veces en toda una declaración de amor de los ejecutivos de la CBS. Roddenberry volvió a contar con Jefferies para la planeada secuela, Star Trek: Phase II. Que, naturalmente, también fue cancelada antes de ver la luz, pero ya con muchos decorados construidos. En el mundo de la farándula hay más reciclaje que en la vida real: los diseños verían finalmente la luz unos años más tarde en Star Trek: The Next Generation.
En su breve paso por Star Trek, Jefferies creó una forma absolutamente nueva para las naves de ciencia ficción y un lenguaje visual que abrió el paso a otros artistas que vinieron después. También dejó, con su aproximación al diseño más o menos libre de tonterías, una herencia imborrable para el futuro de la franquicia. E incluso de la realidad. Pero eso es una historia para otro día.
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