En 1988 Paul Moller, doctor ingeniero aeronáutico por la universidad de McGill (Montreal, Canadá) estaba harto. Había fundado una empresa llamada Supertrapp Industries. Sí, es probable que lo suyo fuera el rock progresivo. Supertrapp Industries era una startup dedicada a desarrollar y vender un novedoso silenciador para tubos de escape de motocicletas. La invención de Moller no solo era capaz de reducir el molesto ruido de los motores con tubos de escape convencionales; también podía ajustarse para lograr un sonido característico, más rico en armónicos, que inspirara potencia a la vez que admiración para los aspirantes a emular a Dennis Hopper en Easy Rider. Y sin embargo, Moller no estaba satisfecho. Los escapes de los moteros le estaban proporcionando una jugosa fortuna, pero una fiebre se había apoderado tiempo atrás de su imaginación. La fiebre del coche volador.
Moller fue un genio de la mecánica desde una edad muy temprana. A los once años construyó una noria de madera de más de seis metros de altura. A los quince, un coche entero con piezas que había ido distrayendo de aquí y de allí. A los veinte, en 1957 y gracias a una beca veraniega en la compañía aeronáutica Avro Canada, tuvo conocimiento del proyecto secreto VZ-9 Avrocar. El Avrocar era un diseño de avión muy poco convencional, aunque muy sencillo de describir. Era un platillo volante. De haber funcionado, habría despegado verticalmente para alcanzar velocidades supersónicas en vuelo con una maniobrabilidad nunca vista en un vehículo volador: un híbrido de avión de caza y helicóptero. Cómo un simple becario logra poner sus manos sobre los planos de un proyecto secreto financiado por el ejército de los Estados Unidos es una pregunta legítima en un mundo lleno de espías comunistas. Sin embargo, el Avrocar nunca llegó a levantar el vuelo de ninguna forma significativa antes de ser cancelado. A lo largo de sus diferentes versiones, tanto los técnicos de tierra como los pilotos de prueba pasaron mucho miedo. Los instrumentos resultaban invariablemente fritos por el calor desprendido por los gases del escape de sus tres motores al cabo de pocas horas. Uno de los pilotos afirmó que volar con el aparato era lo más parecido a intentar mantenerse en equilibrio sobre un balón de playa.

Moller no era alguien especialmente interesado en la seguridad, ni tampoco en pasar el resto de su vida en un lugar de inviernos largos y helados. Emigró a los Estados Unidos, donde encontró un puesto de profesor en el nuevo departamento de ingeniería mecánica de la universidad de California en Davis. Poco después, en el verano de 1964, comenzó a construir su primer artefacto volador basado en el diseño del Avrocar. Más o menos una gestación normal más tarde, en la primavera de 1965, se encontraba a los mandos de su disco volador azul en el aeródromo de la universidad. Salió vivo de la experiencia gracias a que el aparato empezó a oscilar como una moneda puesta a girar sobre una mesa antes de llegar a despegarse un metro del suelo. Sin arredrarse por los mediocres resultados, un divorcio y dos años después estaba en el mismo lugar, con un aparato mejorado y toda la prensa que pudo convocar. En esta ocasión superó el metro de altura y logró mantenerse en el aire cuatro minutos. Logró titulares, pero no le dijo a nadie que aquel artefacto era tan difícil de pilotar como mantenerse de pie en lo alto de un palo de escoba. Nada importaba: ya estaba trabajando en su siguiente diseño.
En 1968 tenía su nuevo aparato volador, construido usando piezas sobrantes de cohetes obtenidas a través de un contacto en el fabricante aeronáutico de alta tecnología Lockheed. Estaba claro que Moller, como aquel Mathias Rust que hizo aterrizar su avioneta al lado de la plaza Roja de Moscú al final de la guerra fría, tenía un don para meterse en sitios donde la gente normal no llega. El aparato nuevo apenas podía maniobrar de ningún modo significativo; para su siguiente truco, Moller necesitaría un voluntario. Un inversionista con el que fundó su primera empresa, M Research.

En apenas cuatro meses había logrado llevarlo a la ruina. Entonces, Moller se vio obligado a intentar comercializar alguno de los inventos que, en su aparentemente inagotable creatividad, había concebido mientras trataba de hacer volar sus criaturas. Primero pensó en una mochila-cohete para que los esquiadores no tuvieran que usar remontes: incluso alguien como él pudo hacerse una idea de cuánta temeridad sería necesaria para usar semejante artefacto. Fue así como terminó fundando Supertrapp Industries y haciendo fortuna con los tubos de escape. Pero nunca dejó de lado su sueño aéreo. Un segundo divorcio y un año después de vender esa empresa, en 1989, se encontraba de nuevo a los mandos de su platillo volador azul, que flotaba sin aparentes problemas a veinte metros por encima de un asfalto bien nutrido de prensa y seres queridos. La prueba —la más exitosa de las que haya llegado a realizar con una de sus máquinas voladoras— terminó a los dos minutos entre vítores. La ola de publicidad fue inmediata, y poco después llegó el dinero, incluidos contratos del Ejército. No le dijo a nadie que las aspas de las ocho hélices que elevaban su aparato, llamado M200X, girando a velocidades casi supersónicas, tenían cierta tendencia a sufrir roturas por fatiga del metal. Y cuando algo se rompe girando a más de mil kilómetros por hora tiende a salir disparado como un proyectil en una dirección aleatoria. Cualquiera de aquellos periodistas, su tercera esposa o incluso él mismo podrían haber sido apuñalados a hipervelocidad si cualquier grieta microscópica en el metal de alguna de las hélices hubiera dicho basta.
Visto a posteriori no fue sorprendente que empleara los nuevos recursos en un diseño completamente nuevo: el Skycar. Abandonó la forma de platillo volador por una más tradicional —si es que tal concepto tiene sentido tratándose de objetos, los coches voladores, que no tienen una tradición como tal—. El Skycar era una especie de bólido de carreras con una cabina biplaza cubierta por un domo de plexiglás. Tenía dos pares de hélices entubadas colgando de sus laterales a diferentes alturas y estaba coronado por un gran alerón trasero. Pintado en un vivo color rojo, su prototipo conquistaba portadas. Empezó a aceptar dinero en concepto de reserva para cuando sus artefactos voladores salieran al mercado. Como quiera que esos fondos no bastaban para financiar el desarrollo, empezó a vender acciones. En 2001 registró su empresa ante la SEC (Securities and Exchange Commission, la Comisión de Bolsa y Valores de los EE. UU.). En 2002, las acciones se compraban y vendían en bolsa a cinco dólares la pieza. Todo parecía ir sobre… hélices. Pero entonces, en 2003, la SEC decidió comprobar la solidez del modelo de negocio de Moller. La acusación de fraude no tardó en llegar.

Paul Moller no era un Elon Musk capaz de convencer al mundo con éxito de que un coche puede ser vendido con Full Self-Driving (conducción automática total) y, al mismo tiempo, exigir que el conductor tenga las manos en el volante y esté atento en todo momento por si esa conducción «automática total» resulta no serlo tanto. Todos los indicios hacen suponer que hay dos diferencias clave entre Moller y Musk. La primera: Moller es, de verdad, un ingeniero muy creativo. La segunda, y más importante: Musk tiene muchísimo más dinero. Fue por eso que Moller trató de vender el prototipo de su Skycar por cinco millones de dólares en 2017, sin éxito. Tan solo dos años más tarde tanto el Skycar como su antecesor, el platillo volante M200X, volaron por última vez, pero convertidos en humo en el incendio que arrasó el granero en el que estaban almacenados.
Hoy, Moller tiene 88 años. Su empresa, Moller International, sigue manteniendo una página web en la que muestra sus logros y proyectos. Pudo librarse de la acusación de la SEC sin reconocer malas prácticas y pagando una simple multa, pero quedó, ya para siempre, tachado de charlatán. Si acaso, llegó demasiado pronto, como atestigua el censo de proyectos registrados en mayo de 2025 en la Vertical Flight Society. Mil ciento trece.
Bibliografía
Chabria, Anita. «Paul Moller Won’t Give up on Creating the World’s First Flying Car». Sactown Magazine, 1 de septiembre de 2013. https://www.sactownmag.com/meet-george-jetson/.
Hollings, Alex. «VZ-9 AVROCAR: THE AIR FORCE’S FLYING SAUCER (CAME FROM CANADA)». Sandboxx, 6 de julio de 2021. https://www.sandboxx.us/news/vz-9-avrocar-the-air-forces-flying-saucer-came-from-canada/.
Coxworth, Ben. «Where’s Your Flying Car, You Ask? It’s on eBay». New Atlas, 7 de julio de 2017. https://newatlas.com/moller-skycar-auction/50374/.
Bammer, Richard. «Famed Skycars Destroyed in Bay Area Fire». The Mercury News, 16 de julio de 2019, sec. Crashes and Disasters. https://www.mercurynews.com/2019/07/16/skycaps-paul-moller-destroyed-dix-on-fire/.
Vertical Flight Society. «eVTOL Aircraft Directory». Electric VTOL News. Accedido 30 de mayo de 2025. https://www.evtol.news/aircraft.
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