Una de las escasas ventajas que tiene acudir como un salvaje a un trabajo presencial que, además, tiene mala combinación desde mi vivienda en transporte público es que, en ocasiones, el coche se transforma en un mal menor. Intento salir todo lo temprano que mi cuerpo me permite, pero a las siete de la mañana las cañerías de asfalto de la gran ciudad están ya estreñidas de conductores en sus envoltorios metálicos. Para alguien tan consciente como yo de que no «hay» tráfico, sino que «soy» tráfico, conducir por las mañanas es una actividad para lamentar.
Algo bueno ha de tener, sin embargo. Mientras mis compañeros de ruta escuchan soflamas políticas, fútbol, o, quien tenga bluetooth en el coche, un podcast de true crime, yo me decanto por la opción minoritaria, Radio Clásica. Deberíais probar a haceros el pedante como yo algún día. Uno se siente rápidamente envuelto en frufrús, blondas y satén, le crece una peluca blanca llena de rizos y le sale un lunar postizo en la mejilla. Estás ya queriendo agitar las puñetas de encaje al ritmo de un rondó de Lully, Jean-Baptiste (1632-1687) cuando aparece por ahí un crooner setentero, rebaños de minimalistas andando cada uno a un ritmo distinto, coplas apoyás en el quicio de la mancebía o (no bromeo) Muse. La banda de rock. Quizá Radio Clásica no era exactamente lo que imaginabas.
Por las mañanas de los días de diario se asoma un programa llamado Primer movimiento. Arranca con poesía, seguramente con algo que no habré leído pero que me inspirará de alguna forma imprevisible, en la voz de su locutor Julio Valverde. Y luego, un tema. El de este pasado martes fue «La maldición de la Novena», propuesto por la brillante Carmen Lanusse. Muy apropiado para una festividad que, personalmente, no celebro porque soy un blando y ya me asusta lo suficiente la vida cotidiana como para querer decorar mi salón con murciélagos y telarañas. El caso es divertido.
Beethoven, Ludwig van (1770-1827) se murió, sordo como un ladrillo y alcoholizado, a la edad de 56 años. No demasiado avanzada ni para su época. Lo hizo después de terminar su arrolladora y genial Sinfonía en re menor, la novena de su catálogo, y habiendo tan solo esbozado algún tema de una Décima que no habría de ser. Un año después entregó su cuchara Schubert, Franz (1797-1828), habiendo medio acabado, de aquella manera, nueve sinfonías. Aunque estaba muy ocupado sufriendo de amores como para terminar su Octava. Unas décadas después, Dvořák, Antonin (1841-1904) acabó su Sinfonía del Nuevo Mundo, es decir, su novena. Estuvo unos años entretenido con óperas y música de cámara pero, antes de darse cuenta de que ya iba con retraso, se murió, aparentemente de gripe.
Mahler, Gustav (1860-1911), en un arranque de autoconsciencia del genio o de vanidad, según se mire, dio en obsesionarse con que sus ya inmortales predecesores habían chocado contra un muro fantasmagórico. Carcomido por la superstición, quiso hacer trampa: después de su Octava sinfonía compuso otra, pero le estampó la etiqueta «poema sinfónico», que era lo que hacían los románticos cuando querían pretender que su música abstracta significaba cosas más concretas. Das Lied von der Erde. La canción de la Tierra. Como veía que no se moría, su envanecida creencia se calmó un poco. Compuso una Novena, se sintió regulín, empezó una Décima (un adagio completo, bosquejos de cuatro movimientos más) y ¡zas! Para el hoyo.
Desde entonces unos cuantos compositores más han seguido un camino parecido: Glazunov, Vaughan Williams, Schnittke. Ah, Schnittke. Terminó su Novena con la mano izquierda mientras sufría un ictus tras otro. Lo que salió de ahí era… algo, sin duda. Su amigo, el director Guennadi Rozhdéstvenski, estrenó la pieza en un ejercicio heroico de exégesis, pero Schnittke tuvo fuerzas (y arrestos) para decirle que quería retirarla, que no era así. Debidamente fallecido el tenaz soviético, otros intentaron reinterpretarlo y en esas estamos.
Si conocéis algo de historia de la música occidental podríais estar pensando dos cosas. Una, que Mozart compuso cuarenta y una sinfonías numeradas, y Haydn ciento cuatro (más dos sin numerar). Puede que se os haya pasado por la cabeza que la música occidental antes de Beethoven era «más fácil». Para nada. Quizá más dada a seguir fórmulas, e incluso más breve por lo general. Pero hasta si descontamos a estos dos viejos pelucas tenemos a Shostakovich con su ética estajanovista y sus quince sinfonías. Quizá lo único que ocurre es que la forma sinfónica romántica y posterior es compleja y la gente, por lo común, no va soltándolas al mundo como quien desenrolla papel higiénico en un estadio. Muchos más compositores no han llegado siquiera a nueve.
Otra, que Bruckner, Anton (1824-1896) no está en esta lista, y su última sinfonía fue… su Novena. De acuerdo: tiene, cosa rara, si no única entre sus correligionarios, una Sinfonía número cero. El caso es, otra vez, divertido. La compuso después de su Primera y se la llevó al director de entonces de la Filarmónica de Viena, un tal Dessoff. Este, hojeando la partitura, levanto la mirada y le preguntó a Bruckner algo como «vale, pero ¿dónde está el tema principal?». Bruckner era un tanto inseguro, así que procedió a pedir perdón profusamente (en pianissimo, supongo), y ya en su casa tachó la primera página con el rótulo «no vale» y cambió el número dos por un símbolo tal que así: Ø1. El del conjunto vacío, que Bruckner no era ningún ignorante. Posteriores biógrafos repescaron la partitura manuscrita del paquete que el compositor legó a la Biblioteca Nacional de Viena y vieron que era una maravilla total, aunque les pareció que eso del conjunto vacío era un cero. Y así se quedó. Hay otra sinfonía anterior, en fa menor, de sus tiempos de estudiante talludito. Treinta y nueve años tenía, prueba viviente de que uno puede no contar ya los veintitantos y aprender cosas difíciles y hermosas. A esta obra le colocan a veces un «doble cero» porque los que hacen estas cosas son de letras. Para mí es la menos uno.
Bruckner estuvo sus últimos años luchando a brazo partido contra la cabeza que se le iba para sacar de ahí su Novena. Cuentan los historiadores que, cuando dobló la servilleta, el último movimiento de su última sinfonía estaba apilado en su mesa de trabajo, quizá terminado y a falta de llevar al copista. Era costumbre de la época que el velatorio fuera una costumbre de paseo. Uno iba, prestaba sus respetos al difunto y hacía lo posible por llevarse algún recuerdo de sus pertenencias antes de que el albacea designado para repartir la herencia inventariase nada. Un mechón de cabello era la morbosa, pero habitual, costumbre. Bruckner siempre llevaba el poco pelo que tenía cortísimo, así que los plañideros optaron por distraer algún otro objeto. Quizá uno de esos papeles manuscritos haría un buen memento.
Así fue como el cuarto movimiento de la Novena, quizá (lo digo de nuevo) terminado, se perdió. Varios musicólogos han luchado contra viento y marea, recuperando papeles en buhardillas enmohecidas e incluso en subastas de autógrafos, para recomponer lo que Bruckner había creado. Algo que, cuando enseñaba a sus amigos, hacía que estos comentaran entre sí en sus cartas que el pobre maestro ya no sabía lo que se hacía. Una música extraña para su tiempo e incluso para él, que le estalla por las costuras y con la que luchó sus últimos años para arrancársela a una imaginación oscura, consumida por la enfermedad y atravesada de obsesiones. Para traerla al mundo sensible.
Según el trabajo de Samale, Mazzuca, Phillips y Benjamin Gunnar-Cohrs, publicado a lo largo de varias versiones entre 1992 y 2021, la Novena estaba completa. Se ha podido recuperar prácticamente todo entre secciones orquestadas por completo, esbozos de transiciones y papeles de sucio. Pero la coda, el final-final, no apareció. Quizá se perdió en alguna biblioteca privada durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Quizá esté todavía en alguna caja, olvidado. O quizá no llegó a existir más allá de ensoñaciones, porque si hubiera llegado a sonar, habría sido una música tan imposible que la maquinaria misma del universo se habría parado en un pantallazo azul. Se sabe que Bruckner estaba intentando trenzar una catedral de contrapunto por lo que le comentó a su médico. Los musicólogos, los citados y otros, han intentado imaginarlo. Pero no cuesta nada hundirse en la música, llegar en un trance extraño y magnífico a su última nota y emocionarse hasta las lágrimas por lo que se oye y por lo que nunca se podrá oír.
Me molesta un poco que la tradición de la música «culta» acepte sin problemas una Décima de Mahler que es un movimiento completo y esbozos de otros cuatro, un Réquiem de Mozart que, terminando el primer crescendo del Lacrimosa, es de su discípulo Süssmayr (y es atómicamente bueno), y sin embargo rechace sin pensarlo dos veces una Novena de Bruckner en cuatro movimientos, que es como Bruckner la quiso. Cierto, Bruckner era un señor raro. Tenía tres libros en su casa y uno era una Biblia. Se cortaba el pelo al uno. Era numeromaníaco (pensad en el conde Draco, Count von Count de Barrio Sésamo, pero en austriaco y decimonónico). Sus amigos le corregían las partituras y él los dejaba, aunque guardaba las versiones originales. Las caricaturas de la época lo dibujan bajito, aunque medía metro setenta y cinco, más alto que la media de entonces. Tiene fama de rollista, repetitivo y ruidoso2. Las secciones de cuerda de las orquestas del mundo entero tienden a odiarlo con pasión porque les exige algo físicamente cansado pero en teoría poco lucido: hacer de trama en el tapiz del sonido, repitiendo en ocasiones su figura rítmica favorita —dos corcheas, tresillo de corcheas— hasta que los arcos de los violines se reblandecen, dalinianos. Y, lo peor de todo, Hitler decidió que Bruckner era lo más quintaesencialmente alemán y hasta su muerte se «celebró» con el adagio de la Séptima en las pocas ondas de radio que les quedaban a los berlineses antes de que terminara de apisonarlos el ejército rojo. Ni siquiera Mercurio, el planeta cuyos cráteres están nombrados en honor de compositores y escritores, tiene un cráter Bruckner. Y mira que tiene cráteres Mercurio: más que la Luna, y ya es decir.
Así que en Primer movimiento, el martes pasado, se olvidaron de Bruckner. Y eso que hasta se acordaron de Spohr. Quizá era de esperar. Pero no tiene importancia. Ya me acuerdo yo.
Comentarios
Una respuesta a «La maldición de la Novena»
Fantástica historia, tanto la de la radio como tu extensión sobre Bruckner. Muchas gracias! 🙂