Hay una distancia epistemológica entre la ciencia y la política. Decir esto es una obviedad para cualquiera que haya vivido la pandemia del coronavirus. O para cualquiera que esté vivo ahora, en pleno despegue del desastre climático. Por distancia epistemológica entiendo una diferencia insalvable en el modo de conocer. La ciencia, pese a lo que se imaginan quienes no tienen el placer de tratarla de tú, es un magisterio probabilístico. Cierto que hay probabilidades tan cercanas a uno —a la seguridad absoluta— como se quiera: que un objeto soltado en el aire caerá, o que todo el aire de una habitación no se concentrará por casualidad en una esquina. Pero otras no son tan acomodables a una categoría discreta. Toda la turbulencia, ese fenómeno mágico que surge de la complejidad de tantos sistemas, se atiene a probabilidades menos seguras. ¿Lloverá mañana? ¿Cuál será la temperatura media del agua del Mediterráneo dentro de cien años? ¿Qué debería ocurrir si cerramos los ojos a las señales y seguimos quemando todo lo que caiga en nuestras colectivas manos de Homo œconomicus?
La política, y más concretamente la política ejecutiva, eso que llamamos el mando en plaza de nuestros gobernantes, se rige por criterios discretos. O se hace o no se hace. Uno puede intentar hacer a medias, pero la media tinta es solo una aplicación discreta de una medida en un ámbito restringido. O se hace o no se hace. Casar esto con la evidencia científica es complicado. Nadie afirma lo contrario. Por eso, una acción ejecutiva debería poder explicarse. Tener una narrativa. La ciencia afirma, con un grado de incertidumbre. Y la política reacciona. O no. Pero debemos saber por qué. La responsabilidad también existe. Mientras vivamos en algo parecido a una democracia debe poder exigirse.
Sin embargo, muy pocas veces la distancia epistemológica entre ciencia y política se puede reducir a un número concreto. En el caso de los terribles eventos meteorológicos en València de esta semana, a la diferencia en tiempo entre esto:
Y esto:
Doce horas y diez minutos. ¿Por qué?
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