Arrancamos la nueva semana estrenando el horario de invierno en este rincón de Europa. Arrancamos, también, un nuevo episodio de la serie sobre cultura ferroviaria en El maquinista de La General. Hoy vamos de arranques difíciles. Quizá recordéis que empezamos estos artículos en la escena en la que nuestro protagonista, Johnnie, se sienta en la biela de una locomotora justo antes de que esta se ponga en marcha. Y a mí se me ponían los pelos de punta.
Para que os sirva de recordatorio:
Hagamos fast forward hasta el momento que nos va a ocupar ahora. Los espías del norte le dejan un desvío enclavado hacia una vía muerta con la esperanza de hacer perder a Johnnie un poco más de tiempo deteniéndose para reponerlo. No es un truco muy hábil. Ellos mismos han tenido que parar para cambiarlo, y si Johnnie está al quite, como mucho perderá el mismo tiempo que ellos volviendo a maniobrarlo.
En esta ocasión la suerte les sonríe. Johnnie llega al desvío mientras está recogiendo madera de su ténder para alimentar la caldera, y no se da cuenta de que se está metiendo en una vía muerta. Logra frenar su locomotora con el apartavacas ya fuera de los raíles. Esto, por cierto, es una hazaña de virtuosismo ferroviario que, en un ferrocarril metropolitano moderno, requiere balizas de radiofrecuencia para informar al tren de su ubicación con precisión centimétrica. Además de un sistema de frenado mucho más potente.

Johnnie retrocede hasta volver a la vía principal y establece en el desvío la ruta correcta. Vuelve a subir a toda prisa a su locomotora y…
Esto es exactamente lo que podría haber pasado al principio de la película, pero no habríamos llegado tan lejos. Para poder iniciar la marcha, Johnnie hace algo que dejó de hacerse en prácticamente todas partes a finales del siglo XIX: coger arena del suelo a puñados y lanzarla sobre la cabeza del raíl, justo delante de una de las ruedas tractoras. ¿Se ha vuelto loco?
Naturalmente que no. Echar arena seca sobre los raíles siempre ha sido un procedimiento estándar para evitar situaciones en las que la adherencia de la rueda con el carril estuviera comprometida. En lugares donde la vegetación de hoja caduca es frecuente, por ejemplo, los raíles pueden acabar con una cubierta de hojarasca que, si se combina con la lluvia, forma una pasta que reduce la fricción y facilita que los trenes se deslicen. Hoy, los frenos son sistemas muy complejos que detectan cuando la velocidad de giro de la rueda es menor que la velocidad de avance del vehículo —la condición de deslizamiento— y aplica un perfil de frenado en impulsos automáticamente. Pensad en el sistema antibloqueo (el ABS) de los coches; esto es muy similar. Adicionalmente, el arenero puede actuar automáticamente para aumentar la fricción local del contacto rueda-carril, aunque el maquinista dispone de un control manual si prevé un arranque complicado. Algo que era mucho más frecuente con las viejas máquinas de vapor.

Johnnie se despista consiguiendo arena y no se da cuenta de que su locomotora se está marchando sin él, así que de nuevo se ve en la tesitura de tener que perseguirla. ¡Hasta la siguiente aventura, que ya será la penúltima de esta serie!


Comentarios
4 respuestas a «Acero y arena»
@blog Supongo que para los del gremio los avisos de "hojas en la vía" serán esperables; pero para el público, la imagen de unas hojas caídas impidiendo el paso de un tren es más propia del Correcaminos y el Coyote.
Me gusta este blog mucho.
@blog @precariousmind
Hala no sabía yo esto qué interesante. :surprised_pikachu:
[…] parará el suelo. Esta era la situación en la que se encontraba Johnnie en el artículo anterior Acero y arena. También podemos recurrir a una trampa de grava, similar a las que se usan en autopistas para […]