No recuerdo qué edad tendría en mi primera visita a una sala de conciertos «de verdad». Quizá 17 o 18. Debió ser en 1991 o 1992 porque la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid ya tenía su órgano. Además, mi memoria imperfecta me sugiere un nombre para el director de aquel primer concierto: Aldo Ceccato, que fue titular de la Orquesta Nacional de España entre el 91 y el 94. Unos años antes (¿en el 88, Iván?) mis padres me habían regalado una de esas enciclopedias que se vendían de puerta en puerta en aquella época. Aún la conservo: Los Grandes Compositores, de la editorial Salvat. Venía con una cadena de música con reproductor de compactos, amplificador y dos bafles como dos cajas de naranjas, amén de una colección de sesenta discos con una selección de lo que suele llamar repertorio clásico. Desde el barroco hasta los años setenta. Era uno de esos niños raritos que escuchaba Radio 2 (ahora Radio Clásica). Después del relativo fracaso en proporcionarme una educación musical temprana —empecé solfeo a los seis, lo dejé a los ocho como propulsado por una reacción alérgica—, mis padres volvían a la carga.
Tenía la edad adecuada para poner los discos de oberturas wagnerianas y la Fantástica de Berlioz en bucle. Cosa que hacía con asiduidad. Confieso que aquel Iván adolescente me cae de regular a mal hoy. No solo por sus preferencias musicales. Así eran las cosas. Entonces, un día del 91 o el 92, mi padre tuvo la idea de llevarme al auditorio. Ya podía haber ido yo solo; quién sabe por qué no lo había hecho. No falto a la verdad diciendo que mi padre no era un aficionado en este mundillo de lo clásico. Era más de country, aunque eso no lo supe hasta un poco más adelante. Por eso no se atrevió a sorprenderme: planificamos la actividad con un programa anual delante. ¿Qué concierto escogimos? ¿Uno de Beethoven?
Mi padre se confundió. O quizá sucedió que no había entradas y pensó «qué demonios, compremos este otro, qué diferencia puede haber». El azar lanzó una piedra. La piedra me dio en la cabeza. La piedra tenía nombre. Se llamaba Dmitri Dmítrievich Shostakovich. He estado enganchado sin remedio a la música del soviético miope desde aquella audición inesperada de la Décima Sinfonía.
Re, mi bemol, do, si. Gracias, padre.
Comentarios
5 respuestas a «Re, mi bemol, do, si»
@blog Gracias por el apunte, apenas conozco la música de Shostakovich y creo que merece la pena corregir eso.
Hace nada pillé un vídeo en YouTube en el que alguien decía que Shostakovich se quedaba marcado en la segunda década de vida, pero también decía que Bruckner en ese mismo periodo mataba el gusto musical. Yo soy un contraejemplo de que puede no ser así, aunque no sé si le puedo recomendar mis crushes de adolescente y joven adulto a nadie. A fin de cuentas ese Iván y yo no nos caemos especialmente bien 😉.
@blog Bueno, mi yo actual y el idiota imberbe tampoco son muy afines, pero lo reconozco como un camino necesario para llegar aquí.
Mi historia de cómo salí disparado a los ocho años de clases de solfeo quizá la deje para otro día. Pero sí a todo.
Bueno… Yo retomé el solfeo a los ¡34! Ahora me das una travesera y no se me cae de las manos. Algo es algo.