William Crookes fue un hombre de ciencia meticuloso y honesto. Descubrió el talio, construyó el antecesor de los tubos catódicos que propulsaron, en el siglo XX, la revolución televisual y estableció las bases del estudio del plasma como estado de la materia. Crookes era un experimentalista consumado, reconocido con todos los honores de su época por su minuciosidad y su capacidad para diseñar ensayos determinantes y, algo no menos relevante, documentarlos con la prolijidad necesaria para facilitar su reproducción. ¡Ciencia!
El mismo William Crookes afirmó, después de una batería de experimentos realizados entre 1871 y 1874, que el espiritismo tan de moda por entonces era un fenómeno real en el que fuerzas hasta entonces desconocidas permitían comunicarse con consciencias inmateriales provenientes de «otro lugar». ¿Ciencia?
Philip Crookes, el hermano menor de William, era ingeniero de telégrafos. Hoy diríamos «de telecomunicaciones». En 1867 falleció por fiebre amarilla durante el tendido de un cable telegráfico entre Cuba y Florida. William, desolado, empezó a asistir a sesiones de espiritismo por consejo de otro ingeniero (también de telecomunicaciones), Cromwell Varley. Públicamente, William Crookes quería comprobar si aquello de lo que tanto se hablaba en todas partes tenía algún fundamento. Privadamente, anhelaba volver a hablar con su hermano. La descripción de los fenómenos eléctricos y magnéticos, así como los avances tecnológicos relacionados con la electricidad, fueron suelo fértil para que los médiums revistieran sus prácticas de ropajes científicos. Era posible comunicarse a través del espacio, controlar descargas eléctricas o inducir movimientos antinaturales mediante imanes. ¿Por qué esta nueva física no iba a permitir, incluso justificar la existencia de entidades incorpóreas? ¿Por qué no iba a ser posible comunicarse con ellas?
Crookes no era ningún imbécil, igual que no lo fueron otros científicos conocidos por su experimentación con médiums como Lord Rayleigh o Alfred Russell Wallace. Pierre Curie arrastró a su escéptica esposa Marie en más de una ocasión a sesiones espiritistas, pero que sepamos nunca se comunicó con ella tras su traumático fallecimiento por atropello en 1906. Con mayor o menor grado de credulidad, estas agudas mentes mantuvieron viva la hipótesis del más allá en medio de un zeitgeist de avances científicos y tecnológicos que, como mínimo, excitaba la imaginación de doctos y legos.
¿Justifica esto la existencia de espíritus, ectoplasmas y demás quincalla parapsicológica? No. ¿Acaso aquellos viejos científicos hicieron mal investigando? No. En aquel tiempo, sin todavía una base teórica de solidez suficiente, lanzarse a comprobar las pretensiones de presuntos médiums no era del todo descabellado. Aunque Faraday ya dio un toque de atención con su descubrimiento del efecto ideomotor que propulsa ouijas y varas de zahorí.
Todo parece posible en el fragor intelectual de los grandes descubrimientos y las grandes transformaciones tecnológicas. El tiempo decanta cada idea, cada desarrollo y a cada actor a su lugar. ¿Deliciosa suspensión orgánica, café para la mente? ¿O amargo poso para el fondo de la taza? Conforme transcurre el tiempo, solo está claro que la probabilidad de encontrarnos con un proponente inteligente y honesto de estas trampas del intelecto disminuye. Es prácticamente cero ya para el espiritismo: empezó hace demasiado tiempo y casi no queda nada nuevo que decir. Lo vemos disminuir para la mayoría de los usos de los llamados criptoactivos, para muchas presuntas aplicaciones de las técnicas bajo el paraguas de la inteligencia artificial generativa o para supuestos medios de transportes revolucionarios que, hoy, no voy a nombrar.
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